Raúl Oscar ”Cacho” Marturet Yo Conocí a una Mujer  Esta Historia fue escrita a su madre por Raúl Oscar ”Cacho” Marturet (Sacerdote excomulgado en 1970)
Hoy se cumplen 49 años desde que aquella Vasca - Uruguaya venida de Entre Ríos partió por un rumbo de nubes y de tierra y el
20 de Octubre se cumplen 39 años que esto fue publicado en el diario El Litoral de Corrientes donde trabajaba Marturet.
Yo conocí a una mujer que muchas veces me contó su exilio en nuestro país, junto con sus padres y hermanos, cuando tenía 13 años. Sus padres vascos, habían ganado con intenso y honrado trabajo, una lonja de tierra en el departamento de Salto (Uruguay), frente a la costa entrerriana.
Enrolados en las huestes de los Blancos de Aparicio Saravia, su padre participó en la sangrienta lucha con los Colorados. Cuando éstos los derrotaron, sólo les quedó el refugio de la frontera.
En las tierras feraces de Entre Ríos, sobre la costa del Mocoretá, aquella niña se fue haciendo mujer. En el duro faenar cotidiano, la escuela rural le dio un segundo grado integral en letras y números.
Del otro lado del angosto río ya en el solar correntino, conoció a un joven que trabajaba como peón en una estancia, a pesar de su titulo de bachiller obtenido en el Colegio Nacional de Buenos Aires.
Cuando ella tenía 21 años, unió para siempre su vida a la de aquél peón de 25.
Esta vez también tuvo que cruzar el agua divisional, pero no era la del Uruguay, de país a país, sino la del Mocoretá, de provincia a provincia. No fue el silencio cargado de asechanzas de la noche, sino en la alegría de una tarde henchida de ilusiones.
Su nuevo hogar fue una inmensa casona de tres piezas enormes con techo de tejas y una cocina, también inmensa, separada unos metros del cuerpo principal.
Al frente, cuchillas montieleras sin follaje; atrás el monte espeso de espinillos, ñandubayces, cina-cinas y ceibos. Después del monte, extensiones de bañado cubiertos de paja brava. Alrededor de la casa, tierras fértiles.
Su marido debía pasar de lunes a sábado en la estancia. Así lo imponían los patrones. A ella le quedaba toda una semana de soledad y de trabajo. El jornal del peón era escaso, irrisorio. Había que contribuir. Y aquella vasca-uruguaya venida de Entre Ríos, contribuyó.
Cosía "para afuera" bajo el ancho corredor de tejar, mientras cantaba o silbaba los valses de entonces, Loca de Amor, el Aeroplano; Frou-Frou y las viejas canciones guerreras de la gente de Aparicio Saravia.
Pala en mano y machete en ristre fue limpiando de ñapindáes la zona lindera a la casa. La rodeó de jardines. Un mundo increíble de flores. Hizo una huerta grande, muy grande. Plantó quintas de naranjos, mandarinos, durazneros. Sombreó el patio con extensos parrales. Crío gallinas, patos cerdos. Mucho antes que empezara el alba, ya estaba en el corral ordeñando vacas para fabricar quesos.
¡Que no hizo aquella mujer que yo conocí, para apuntalar aquél hogar! Entretanto, los hijos que debían llenar tan fatigada soledad no llegaban. Especialistas de la Capital Federal fueron consultados. Ninguna esperanza... Decidió volcar aquella ternura desilusionada, en niños desamparados. A su lado se hicieron hombres y mujeres de trabajo. Todos la llamaban mamá.
Pero esa mujer no solo laboraba el día entero. En las interminables noches del invierno leía incansablemente. Aquel segundo grado rural se convirtió en una cultura general casi asombrosa. Las grandes obras de la literatura universal dejaron huellas indelebles en su inteligencia clara, analítica, retinente. Las revistas de entonces: Caras y caretas, Mundo Argentino, Atlántida, llegaban semanalmente a sus manos así como cada día el diario La Nación.
El hogar crecía con hijos "ajenos -suyos". Aquella vasca indomable, hacendosa, llena de habilidades que iban desde la más exquisita repostería hasta la confección del encaje más delicado, seguía cantando los viejos aires de su tierra y de su tiempo.
Cada año preparaba, dulce y jalea con los frutos del membrillar que ella misma había plantado en los bordes de un riacho cercano. También tinajas de conservas de tomates. También duraznos en almíbar "al natural". Muchos diplomas y medallas testimonian aún su buena "mano" para postres y dulces. Los gano en exposiciones realizadas en esta provincia y en Concordia.
Un día, la ilusión desvanecida dio un grito de resurrección. En las entrañas de aquella mujer "fuerte", casi bíblica, comenzó a palpitar la vida nueva.
Habían pasado once años desde aquella tarde que cruzo el Mocoretá para hacerse correntina.
Cuatro hijos llegaron a su tiempo, seguidos, uno tras otro, como si la sangre y el amor tuvieran urgencia, resarcirla de tantos años infecundos.
Aquel bachiller - peón de la estancia San Gregorio, creció en responsabilidad. Pasó a ser mayordomo - administrador de los siete establecimientos que sus patrones poseían en la zona. Se multiplicaron las responsabilidades y el trabajo. Apenas se doblo el jornal.
La casa había ido creciendo amplia, linda, hogareña. Los hijos ajenos que había criado, se fueron cada uno por el camino del trabajo y el amor.
Le quedaban ahora tan solo tres de sus cuatro hijos propios. El primero se le marchó demasiado temprano, por un rumbo de nubes y de tierra...
Aquella pareja campesina pudo tener mucho y nunca tubo nada. Todo lo construido estaba en tierra de sus patrones. Y era todo lo que tenían, después de la esperanza en los hijos que crecían y estudiaban lejos...
Un día aquella vasca cantarina, de temple y alma viril, lloró y quiso matar. Un turbio rencor impotente le ensombreció el alma, cuando su compañero llegó en un día inesperado, envejecido de pronto, más cansado que nunca.
Sus patrones acababan de despedirlo. La única, increíble explicación; "Te has puesto viejo, ya no me servís. Te pido que dejes mis campos cuanto antes".
Atrás quedaban 40 años de servicio fiel, honrado, sufriente.
Pero la vasca no mató a nadie que no fuera el rencor dentro de sí.
Hacia poco habían empezado a pagar un "campito" de 300 hectáreas magras, muy lejos de allí. Lo habían hecho para "dejarles algo a los muchachos cuando ellos faltaran".
Y hacia allá fueron, sin dinero y con media centuria sobre la piel, a empezar todo de nuevo.
Duro fue el recomenzar pero no hubo desmayos. Lentamente poco a poco, todo se fue rehaciendo. Una nueva casona se levantó. Más chica, más baja, pero igualmente cómoda, limpia, linda, rodeado de jardines y de huertas. Volvieron a surgir las quintas de citrus.
Un día de abril con siete décadas enérgicas, frescas, sin maldades, laboriosas, su compañero también tomo el rumbo por el hijo niño tantos años antes...
Yo conocí a esa mujer fuerte, erguida, hacendosa, increíblemente culta a pesar de su segundo grado rural. Que siempre tuvo una conducta de canto o un silbo de aires lejanos. La vi llorar muchas veces, pero más la vi sonreír. La vi encorvarse por el peso del tiempo y de las penas. Aquel andar airoso y decidido, se fue transformando en un lento arrastrar de días. Hasta que cesó de hacerlos andar. Era un 5 de octubre. Los caminos de la patria festejaban sus huellas de progreso. El de aquella vasca admirable, había terminado para siempre en un horizonte de nubes y tierras...
Yo conocí a esa mujer. Era mi madre...
Raúl Oscar Marturet
Raúl Oscar "Cacho" Marturet nació en Mocoretá, Monte Caseros, el 21 de agosto de 1925.Hizo la escuela primaria en Chajarí (Entre Ríos) en el colegio de los Hermanos Maristas y más tarde, después de trabajar en el campo con sus hermanos, viajó a Buenos Aires, donde fue obrero metalúrgico y oficinista.
De regreso en Corrientes integró el Consejo de Educación y el Banco Popular y se sumió en el sacerdocio, al que ya se había sentido inclinado en su niñez.
Tenía 24 años cuando el 15 de diciembre de 1957, en Monte Caseros, se ordenó.
Falleció el 15 de abril de 1989 en Buenos Aires a los 64 años de edad.
Foto: el sillón de Doña María, la mamá de Cacho.Sábado, 5 de octubre de 2013
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